lunes, 21 de octubre de 2013

Artículo en IWRITE MAGAZINE


 
Lo podemos comprobar si echamos un vistazo a los escaparates de las mejores librerías de la ciudad, pero también podemos palparlo en el ambiente, intuirlo en cada noticia sobre corrupción y desfalco que leemos en los periódicos, y sentirlo cada vez que somos testigos de una injusticia. El resurgimiento del género negro es un hecho, y gran parte de culpa la tiene la época incierta que nos ha tocado vivir.
No debemos olvidar que este género surgió durante la época de la gran depresión, entre los años 20 y 30, como respuesta al sentimiento de injusticia y malestar social que imperaba en las calles y asfixiaba los corazones de los norteamericanos que veían como la corrupción se convertía en la norma, y los políticos en los que depositaban su confianza resultaban parecerse tanto unos a otros que, a menudo, llegaban a olvidar de parte de quién estaban.
En medio de un ambiente tan sórdido y desalentador, era inevitable que surgieran plumas tan poderosas como las de Raymond Chandler o Dashiell Hammett, entre otros, y plasmaran esta realidad de forma tan cruda y efectiva que enseguida se convirtieron en objeto de culto por parte de los lectores. Detectives fracasados sin nada que perder que se sumergían en los casos más complicados con la obstinación y la tenacidad de un perro de presa, a sabiendas de que sus esfuerzos no obtendrían más recompensa que una reprimenda por parte de sus superiores o una sonrisa de una chica que, por lo general, estaría enamorada de otro hombre.
A diferencia de otras modas literarias, tales como las sagas vampíricas, las novelas relacionadas con los templarios, o la reciente y arrolladora intrusión de las novelas eróticas, se podría decir que el resurgimiento del género negro no responde a una necesidad comercial, sino más bien a una necesidad social. Corrupción, malversación de fondos, suicidios, extorsión… son términos que hace tiempo que han dejado de ser patrimonio exclusivo de la ficción y han pasado a formar parte de nuestro día a día. En este contexto, resulta inevitable que los lectores reclamen obras que retraten este panorama tan actual, tal vez para darle algo de sentido a lo que les rodea.
De la misma manera, resulta inconcebible que los creadores de historias no se dejen influir por el ambiente de pesimismo y miseria que les rodea, salpicando así sus novelas, relatos o poesías y cultivando, a veces sin querer, un género tan hermoso y necesario como es el género negro.
Pepe Carvalho, Philip Marlowe y Sam Spade fueron testigos de una época oscura y deprimente, conformando junto a otros personajes un legado asombroso que nunca volverá a repetirse. Muchos han sido los imitadores que han intentado crear historias protagonizadas por detectives sospechosamente parecidos a los anteriores, fracasando estrepitosamente en el intento.
Por suerte para los amantes del género, en la actualidad la producción de literatura negra cuenta con formidables autores que dejan el pabellón bien alto con respecto a sus antecesores. Así, podemos disfrutar de las aventuras de la Comisaria Brunetti, de Kurt Wallander, de Jack Reacher y de Harry Bosch. John Rebus y, más recientemente, Kostas Jaritos se unen a la larga lista de herederos de Marlowe y Spade y son capaces de hacernos permanecer en nuestra butaca preferida durante horas,  devorando un capítulo tras otro en el pellejo de estos héroes incomprendidos.
¿Y qué decir del producto nacional? Lorenzo Silva, Ramón Palomar, Víctor del Árbol, César Pérez Gellida, Gonzalo Garrido… Autores que, cada uno con su propio estilo, son capaces de ponerse a la altura de los Michael Connelly, Andrea Camilleri o Donna Leon y decirles «Aquí estoy yo», y cuyas dotes narrativas han sido premiadas de manera unánime tanto por el público como por la crítica. Una hornada de autores que tiene mucha culpa del actual esplendor de la novela negra.
Por desgracia, el resurgimiento del género viene acompañado del oportunismo de quienes, viendo el negocio fácil, tratan de escribir y de editar novelas que pretenden ser negras, tan descafeinadas y faltas de energía que dudosamente se podrían calificar como tal. El lector avezado sabrá distinguir el grano de la paja, y reconocerá tales obras como lo que son: el intento desesperado de quien, a falta de imaginación, trata de subirse al carro de las modas aunque eso implique meterse en el jardín ajeno.
Y es que el escritor de novela negra debe ser inmisericorde, impulsivo, y no debe tener miedo a ensuciarse las manos ni la conciencia. La novela negra debe surgir desde algún lugar entre el corazón y el estómago, en ese punto incierto donde se mezclan las ganas de vivir, los remordimientos, las náuseas, la cólera…
El buen escritor de novela negra no es el que se aventura en el género por curiosidad o ganas de innovar. El buen escritor de novela negra es aquel que no es capaz de escribir otra cosa, porque nunca se lo perdonaría.


lunes, 14 de octubre de 2013

Las segundas partes nunca fueron TAN buenas



Debo confesar que cuando cayó en mis manos Dies Irae, la segunda parte de la novela Memento mori, estaba algo asustado porque no cumpliera las expectativas generadas por su predecesora. Cesar Pérez Gellida puso el listón muy alto con su primera novela, algo que puede pasar factura incluso a los más grandes de este oficio pero, tras un par de capítulos, pude comprobar que no tenía nada que temer.
Pérez Gellida aprovecha esta segunda novela para desplegar todo su arsenal de destrezas narrativas. El reencuentro con los personajes que ya aparecieron en Memento mori se produce de forma muy natural, tanto que se podría comparar a un reencuentro con viejos amigos, y las sorpresas se van sucediendo a lo largo de la novela reservando, como todo buen narrador, lo mejor para el final. El resultado es una historia que no decae en ningún momento, que atrapa desde las primeras páginas y consigue mantener el ritmo capítulo tras capítulo, con la dificultad que eso conlleva.
A lo largo de la novela, Cesar disecciona algo tan delicado como fue el conflicto de Los Balcanes, desnudando sin pudor la “cara B” de la guerra, todo eso que no muestran los telediarios y que apenas trasciende a los medios de comunicación. Al sumergirse en la novela, el lector puede evocar sin mucho esfuerzo aquella guerra televisada a la que asistimos como telespectadores durante la década de los noventa, y cuyas consecuencias todavía no han terminado de disiparse, como los rescoldos de una hoguera mal apagada.
En definitiva, si Memento mori fue magnífica, Dies Irae sólo puede calificarse de brillante.
Bravo por el autor.